El reloj de bolsillo descansaba sobre la palma de mi mano, frío, pesado, como si en su interior guardara algo más que engranajes oxidados. Había pertenecido a mi abuela, y desde niña me dijeron que era un objeto "especial", aunque nadie supo explicar por qué.
Aquella noche, mientras la ciudad entera brillaba con luces artificiales y el murmullo de los autos subía desde las calles, yo estaba sola en mi habitación, observando cómo las manecillas giraban de manera extraña, casi ansiosa, como si no obedecieran ninguna lógica.
De pronto, sentí que mi pecho latía al mismo ritmo del tic-tac. El aire se volvió pesado, la luz de la lámpara titiló, y el suelo se deshizo bajo mis pies.
Un grito se ahogó en mi garganta mientras todo se oscurecía.
Cuando abrí los ojos, ya no había asfalto ni edificios. Frente a mí, un sendero de tierra se extendía bajo un cielo limpio, y a lo lejos una mansión imponente dominaba el paisaje. El olor a leña quemada y a tierra húmeda invadía mis sentidos.
El reloj había desaparecido de mi mano.
El mundo entero era otro.
Y mi vida estaba a punto de comenzar... en un tiempo que no me pertenecía.