Una noche cualquiera, entre luces rojas y sombras de un teatro erótico, Guido Sardelli se cruza con una mujer que no debería reconocer. No sabe que ya la conoció antes. No sabe que hay un lazo invisible que los ata desde el pasado y que amenaza con volver a romperlo todo.
Renata vive dos vidas. De día, profesora de dibujo, dueña de una sonrisa que calma a los chicos que enseña. De noche, un torbellino indomable: tatuajes, botas de cuero, medias de red. Nadie conoce su doble cara. Ni siquiera su familia sabe el secreto que ella guarda, uno tan profundo que sostiene en silencio, con uñas y dientes.
Renata sabe muy bien quién es Guido Sardelli. Y no piensa tenerlo cerca. O al menos debería. Para ella, reencontrarse con él es un infierno. Para él, descubrirla es un misterio imposible de ignorar. Guido todavía carga con la sombra de Valentina, la mujer que perdió, y se ahoga en alcohol, insomnio y canciones inconclusas. Amar otra vez no estaba en sus planes. Mucho menos buscar eso en una mujer como Renata.
Pero ella no pide permiso. No es de las que esperan, ni de las que obedecen. Y aunque intente escapar, sabe que Guido es un riesgo que late demasiado cerca. Porque lo que los atrae no es solo deseo ni redención: es ese peligro de encontrarse en el momento menos indicado y no saber si él va a reconocerla... o ella se alejará a tiempo.
¿Qué pasa cuando alguien de tu pasado regresa para desarmarte?
¿Qué pasa cuando el amor que creías enterrado vuelve disfrazado de enojo y lujuria?
¿Hasta dónde puede resistir un hombre roto... cuando la vida lo enfrenta a una mujer que nunca dejó de arder en su memoria?
Guido y Renata no serán una historia de amor rosa. Serán una historia de renacer. De heridas que sangran, de secretos que pesan y un Guido que en pleno duelo, no quiere ser visto... excepto por Renata.
Airbag era famosa por dos cosas: su música y su habilidad para hacer renunciar a cualquier manager en tiempo récord.
Hunter aceptó el desafío sabiendo que domar a tres Sardelli no sería tarea fácil.
Lo que no esperaba era que el menor de ellos fuera su verdadero problema.
Se desafiaban con órdenes, se medían con miradas, y terminaban cada discusión demasiado cerca para pensar con claridad.
Ella había ido a poner orden.
Pero el desorden empezaba cada vez que Guido sonreía como si quisiera romper todas sus reglas.