El mundo, para Kihyun, había terminado en el crujido de un hueso roto y el eco final de una bala. Había sido un adiós desesperado a la vida y a la única persona que le importaba, envuelto en el hedor a muerte y ceniza. Vio la horda acercarse, sintió el frío metal del cañón y pronunció una plegaria de disculpa a Hyunwoo, su amor perdido. Era el final de la carrera, y el miedo más profundo no era morir, sino convertirse en uno de los monstruos sin alma que deambulaban por el asfalto.
Pero la muerte, al parecer, solo era una puerta de regreso.