Kael Aura, el hijo menor de la Casa Solarion, era un príncipe de fuego contenido: ambicioso, cruel por naturaleza, criado entre mármol, vino y espadas. Pero hubo un tiempo -un breve respiro entre guerras y coronas- en que el corazón del príncipe ardió por algo que no podía poseer.
Leora Aria era una criada del ala norte del castillo. Tenía las manos suaves de quien toca el alma de las cosas simples: el agua tibia, el pan recién horneado, las flores que crecían en los patios prohibidos. Cuando sonreía, el aire parecía encenderse. Y fue esa sonrisa la que quebró el hielo en el pecho de Kael.
Él la deseó. Ella lo amó.
Durante lunas enteras, se encontraron en silencio, entre sábanas robadas al alba y promesas que el tiempo devoró. Pero Leora conocía la verdad: los príncipes no aman a las sirvientas, solo las recuerdan en la oscuridad.
Cuando descubrió que su vientre guardaba vida, huyó antes de que el castillo despertara. Ni los guardias, ni el propio Kael supieron jamás adónde fue. Solo quedaron sus pasos, borrados por la nieve de aquella noche.
Meses después, bajo un cielo dividido entre aurora y tormenta, Leora dio a luz a dos niños: Pearl, con cabellos como rayos de sol atrapados, y Maël, de melena oscura y ojos que reflejaban el azul de su padre.
Nacieron bastardos, sí... pero también herederos de una maldición y de un amor que nunca debió existir.