Durante tres años, Vivienne Valmot creyó tenerlo todo bajo control. Un trabajo estable, un jefe justo -Nathaniel D'Arcy- y una vida que, aunque sencilla por su bajo estatus, se sentía plena. Caminaba con paso firme entre pasillos de cristal y acero, donde el eco de su nombre sonaba respetado. Era eficiente, dedicada, la sombra leal de un hombre que representaba todo lo que ella admiraba: templanza, inteligencia y honestidad.
En su escritorio siempre había orden; en su corazón, una calma discreta que solo él lograba alterar con una mirada.
A su lado, Vivienne se sentía segura, capaz, invencible. Creía en lo que hacían juntos, en los logros compartidos, en la amistad que se había vuelto su refugio. Y, aunque nunca lo dijo en voz alta, también creía en él.
Hasta que el mundo, tan pulcro y perfecto como las oficinas de D'Arcy Foods, se resquebrajó, entonces comprendió que nada -ni el respeto, ni la lealtad, ni el amor- había sido real.