Dicen que la guerra lo devora todo: la tierra, las casas, los recuerdos. Pero a mí me ha devorado de otra forma: me ha arrancado las certezas, me ha dejado con este vacío que ni la pólvora ni el vino logran llenar.
Soy la teniente Serafina Valero, hija del general Isidro Valero. En el frente soy su soldado, pero en sus ojos sigo siendo esa muchacha que correteaba por los trigales antes de que el enemigo nos arrancara a mi madre. Él cree que aquí estoy más segura, entre balas y cadáveres, que sola en un pueblo vacío. Quizá tenga razón.
Dicen que soy valiente. Yo sé que soy testaruda. Y cuando me tiemblan las manos, las escondo en los bolsillos. Cuando me tiemblan las piernas, me obligo a avanzar. Es más fácil que reconocer que tengo miedo. O que mi corazón late más fuerte cuando rozo la piel equivocada. Porque en esta época, en este mundo, amar como yo amo es otra guerra que debo pelear en silencio.
A veces, cuando toco mi armónica, cierro los ojos y me imagino lejos de aquí, en un lugar donde nadie me juzgue por lo que deseo. Pero siempre vuelvo a abrirlos y aquí está la trinchera, el barro, la sangre... y la certeza de que mañana quizás no lo cuente.
No sé si algún día alguien entenderá lo que vivimos. Quizá esta historia no merezca ser recordada. O quizá sí, porque en medio de tanta ruina todavía hubo lealtad, ternura, y miradas que me hicieron olvidar por un instante que la guerra estaba devorándolo todo.
Yo soy Serafina Valero. Y esta es mi verdad
No sé cómo iniciar. Sí, el principio suena lógico. Pero es complicado de explicar. Todo en la vida es complicado, empezando por nosotros mismos. Y creo que en eso radica el problema, el problema de no saber vivir.
Creo que todo este tiempo he sido alguien ejemplar. Alguien a quien es sencillo admirar, un ser humano formidable y entero. Y quizá eso traiga consigo unos cuantos defectos naturales. No lo sé, supongo que es algo confuso todo esto. Y más para mi misma.
Tal vez se me olvida quién soy. Tal vez olvido todo al ver esos ojos con heterocromía. El infinito azul de uno y el hermoso chocolate de otro. Estoy equivocada, eso lo sé. Y no hay nada en mi que me diga lo contrario.
Pero es tan gustoso el placer de verla, de añorarla y de desearla. Me siento una pervertida por completo cuando miro sus largas y delicadas piernas entre abrirse distraídamente durante la clase. Una depravada por notar como el sudor hace que su ropa de deporte se ajuste a su cuerpo. Una depredadora por desear y anhelar a una chica de 17 años. Una degenerada por desear a mi alumna