En el castillo de piedra, imponente y frío, Donde el linaje marcaba todo destino, Vivía Sir Dagashi, de noble señorío, Con un futuro trazado, un sendero divino.
Pero el corazón, ya se sabe, no entiende de blasones, Ni de escudos pulidos ni de ricas herencias, Y fue que un día, entre humildes faldones, Se encontró con el fuego de nuevas querencias.
Ella era Miyami, la de manos sencillas, Que con gracia y premura servía el gran salón; Sus ojos, de un café que aviva las mejillas, Eran la única luz que hallaba su razón.
Él la miró una tarde, cruzando el patio interno, Llevaba un cántaro roto y una pena sombría, Y un flechazo inclemente, fugaz y eterno, Atravesó su pecho sin pedir cortesía.
Pues allí, oculto en sombras tras la torre antigua, Con su arco tenso y su ciega venda al viento, Estaba Eros, deidad de la pasión ambigua, Riendo al ver al noble caer en su tormento.
No fue un error, ni un capricho o veleidad, Sino un dardo de oro, disparado con tino: "Que el amor verdadero rompa la vanidad," Musitó el dios alado, cumpliendo su designio.
Desde aquel instante, el honor y la armadura Perdieron lustre ante el suave brillo de Miyami; Para el caballero, la más alta aventura Era un furtivo encuentro que el alba deparara.
Ella, asustada al inicio por tan alto afecto, Vio en sus ojos el alma, no el peso del rango; Que un corazón de acero, por un solo defecto, Se había rendido humilde al dulzor de su mango.
Y así, unidos por fuerza que el cielo había urdido, Dos mundos diferentes hallaron su conjunción; El caballero supo que, al fin, había cumplido No con su cuna, sino con su ardiente corazón.