Dos almas, gemelas en su putrefacción, destinadas a enredarse en una danza de aniquilación mutua. Sus cuerpos permanecían estáticos, corteses y fríos, pero sus almas gritaban ahogadamente, un grito desgarrado que solo ellas podían oír. Un grito que no era de amor, sino del más puro y terrible reconocimiento. Era la oscuridad, al fin, encontrando un espejo lo suficientemente profundo como para perderse en él para siempre. Y Elara supo, con un escalofrío delicioso, que su mundo no ardería: se consumiría en un frío y eterno incendio de sombras.