El silencio que dejó Laden no era el vacío. Era un eco. Un sonido profundo, persistente, que resonaba en los pasillos de la culpa de Lander. El final de la sinfonía de Laden había sido un acorde de desesperación, pero su última nota no fue odiosa; fue una súplica: "Sé feliz por los dos".
Lander había cargado el resentimiento de su hermano durante años, convencido de que la tragedia del incendio era un error de Laden. Ahora, libre de esa mentira, se enfrentaba a una verdad mucho más dura: su rencor y la indiferencia de Chloe se habían conjugado para asfixiar a su mellizo.
Chloe, la musa fría de su hermano, seguía paseándose por el campus, su belleza intacta, su crueldad impune. La ley, con su frialdad administrativa, le había dado la razón: la maldad emocional no es un crimen. Pero la justicia moral exige un precio.
Esta no es una historia de redención sencilla. Es la crónica de un hombre consumido por la culpa que utiliza su arte no para sanar, sino para castigar. Lander, el cineasta, convirtió su cámara en un arma, dispuesto a sacrificar su futuro, su carrera e incluso el amor incondicional de Ying, por imponer una verdad que nadie más quería ver.
¿Puede un hombre buscar justicia por una muerte sin sucumbir él mismo a la sombra del odio? ¿Puede el eco del dolor de un ser querido convertirse en la única razón para vivir?
El precio de la felicidad de Laden fue su vida. El precio de la verdad de Lander será su alma.