La lluvia caía con fuerza aquella noche. Golpeaba los vidrios del viejo auto estacionado frente a la casa de los Duarte, como si el cielo mismo intentara advertirle a alguien que no entrara.
Sofía apretó el abrigo contra su pecho, temblando. No por el frío, sino por miedo. Sabía que no debía haberle abierto la puerta, pero la voz al otro lado la paralizó.
-Solo quiero hablar, Sofía -dijo él-. Te juro que no haré nada.
Pero los ojos de Rafael Mora decían otra cosa.
Había amor alguna vez, o eso creyó ella. Ahora solo quedaba obsesión.
Dentro de la casa, Laura escuchó los gritos. Corrió escaleras abajo, sin pensar. Y detrás de ella, Elena, apenas unos años menor, también bajó corriendo. Quiso proteger a su madre, quiso gritar, pero recibió un golpe que la derribó. Perdió el conocimiento un instante... y cuando despertó, solo quedaba el caos.
El mundo de Elena se desmoronó esa noche. No recordaba la cara del hombre que arruinó su familia, ni entendía del todo lo que pasó. Pero en sueños, a veces, veía fragmentos: una sombra, un grito, la sensación de que el peligro estaba cerca... y un miedo profundo que no podía explicar.
Desde entonces, aprendió que el amor puede ser tan letal como el odio.
Y años después, cuando el destino la hizo mirar a los ojos de Miguel Mora, no supo reconocer que aquel miedo olvidado... estaba ligado al chico que ahora ocupaba su corazón.