Alec Vulturi x OcFamele
El nombre que ahora llevaba estaba lleno de calma y eternidad, pero en los años 1630, Neyrene había sido mucho más que una simple muchacha de la realeza griega. Era la princesa del reino, hija del rey y la reina, una joven de apenas dieciséis años con una mente brillante y un corazón rebelde. Sus días transcurrían entre los pasillos dorados del castillo, los banquetes llenos de música y la esperanza de un futuro que nunca llegaría.
Grecia estaba en guerra. Las llamas del conflicto habían devorado pueblos enteros, y pronto alcanzaron las murallas del castillo real. La noche de su muerte, el aire olía a humo y a hierro. Neyrene fue sacada de su habitación por los guardias, sus pies descalzos golpeando las losas frías mientras las puertas se cerraban detrás de ella. Recuerda el sonido de las espadas, los gritos de su madre, y luego... el dolor.
Una hoja atravesó su pecho antes de que pudiera pronunciar palabra. Cayó al suelo entre el mármol y la sangre. Todo se volvió silencio.
Creyó morir.
Pero la muerte no la aceptó.
Cuando despertó, el fuego aún consumía lo que alguna vez fue su hogar. Su vestido, ennegrecido por las cenizas, se pegaba a su piel. Pero lo que más la perturbó no fue el olor a quemado, sino otro aroma: la sangre. La necesitaba, la deseaba. Era un impulso tan abrumador que apenas comprendía lo que hacía hasta que vio su reflejo en un trozo de vidrio roto: piel tan pálida como la nieve, ojos rojos como el vino oscuro... y una fuerza sobrehumana que corría por sus venas.
Neyrene había renacido, pero no como humana.