Dania no odia el mundo.
Solo odia el suyo.
Odia las discusiones en casa, los días que se repiten, los silencios que pesan más que las palabras.
Odia tener que levantarse cuando no tiene ganas, sonreír cuando no siente nada, fingir que está bien solo porque todos parecen hacerlo mejor.
A veces piensa que no hay nada roto en ella, que el problema es que todo a su alrededor hace demasiado ruido.
Pero el mundo no se detiene, y ella tampoco.
Entre clases que no dicen nada, caminatas eternas y noches que no terminan, Dania sobrevive.
Y, sin quererlo, empieza a encontrarse con personas que hacen que todo duela un poco menos.
Isaac, con su calma extraña.
Nora, que ríe como si nada la tocara.
Leo, que parece entenderla incluso cuando no habla.
Todos ellos rotos a su manera, intentando encajar en una vida que no se detiene para nadie.
Ruido en mi cabeza es una historia sobre crecer sin saber cómo hacerlo, sobre la confusión y la belleza de sentirse perdido.
No es una historia de amor, aunque el amor aparezca.
Es una historia sobre vínculos, sobre esas conexiones que no salvan, pero acompañan.
Sobre el peso de existir, el miedo a ser invisible y la esperanza de que, entre tanto ruido, alguien escuche de verdad.
Porque a veces, lo único que necesitamos es eso:
alguien que se quede, incluso cuando todo dentro de nosotros suena a caos.
Hanna Elowen tenía una vida que se movía tan rápido como ella: tochito bandera, jugadas perfectas, adrenalina pura y un futuro brillante corriendo a su lado.
Hasta que una lesión- inesperada, cruel- la detuvo de golpe.
Ahora su mundo es más pequeño.
Una silla de ruedas, muletas, una gata emperatriz llamada Nieve, maratones de Harry Potter y la sensación constante de que todo lo que fue... quedó demasiado lejos.
Ella ya no corre.
Ya no compite.
A veces, ni siquiera se atreve a sentir.
Hasta que suena el teléfono.
Es su tío Steve: Head Coach de los New England Kings, fuerza de la naturaleza, experto en gritar, llorar y amar con la misma intensidad.
Y tiene una propuesta imposible: mudarse a Nueva Inglaterra para ser su asistente.
Hanna no está lista para estadios, ni para jugadores gigantes, ni para madrugadas a las cinco de la mañana.
Pero tampoco está lista para seguir rota.
Así que acepta.
Lo que no esperaba era él.
Noah Blackford.
Quarterback estrella.
Favorito de la prensa.
La sonrisa más peligrosa de la AFC.
Y una mirada tan suave que desarma cada una de las paredes que Hanna construyó alrededor de su dolor.
Noah la ve.
Incluso cuando ella misma no sabe cómo hacerlo.
La acompaña, la cuida sin invadir, la escucha cuando su voz tiembla y le recuerda -sin decirlo- que su vida no terminó en esa cancha.
Entre sesiones tácticas, sillas de ruedas que chocan con casilleros, jerseys mal doblados, caídas torpes, atajos emocionales y un quarterback que huele a lluvia y seguridad...
Hanna empieza a descubrir algo que había olvidado: Que aún tiene corazón.
Y late fuerte.
Pero enamorarse nunca fue parte del plan.
Y sanar tampoco.
Eso es lo hermoso -y lo aterrador- de un verdadero fumble: a veces perder la jugada te lleva directo a aquello que nunca supiste que necesitabas.
Con o sin casco.
Con o sin miedo.
Con una mano temblando sobre la rodillera y otra aferrada a un quarterback que la mira como si fuera magia.