El cielo estaba dividido entre dos verdades. Una mitad gris, cubierta por nubes que parecían cicatrices y la otra mitad bañada por un amanecer rosado que se atrevía a nacer; esa mañana incluso las sombras parecían indecisas.
En una vieja casa al borde del pueblo - donde los relámpagos eran visitas frecuentes y el silencio tenía eco -, Freya Frankenstein despertó con el sonido familiar de un trueno. El mismo que su padre uso para traer de la vida.
Sparky ladraba bajo la mesa del laboratorio, mientras los frascos burbujeaban con luces que parecían tener alma propia.
Freya, aún en pijama, observaba el cielo desde la ventana, con esa expresión que solo tienen los que creen que la vida es un experimento imperfecto.
Fue Sayda Skellington, su amiga de costuras y secretos, quien trajo el cambio. Un día, entre los árboles retorcidos del bosque de Halloween Town, Sayda halló algo que no debería existir; un portal escondido entre los troncos de los árboles, que brillaba con un resplandor imposible.
Entre todo aquel brillo artificial, ella vio algo distinto, vio unos ojos dorados y salvajes que la miraban como si también cargaran tormentas, esos ojos que pertenecían a Willa Lykensen.
Y así, bajo un cielo que no sabía si llover o brillar, la hija del científico loco comprendió algo que su padre nunca pudo enseñarle; que incluso los cuerpos más trios pueden sentir calor y que a veces, la verdadera electricidad no viene de un rayo sino de una mirada.