Morgan Singer creció entre olor a aceite de motor y páginas de grimorios. Rescatada por John Winchester cuando apenas era una niña, Bobby la adoptó como si siempre hubiera sido suya. Allí aprendió a disparar, a exorcizar, a reconocer las señales de lo sobrenatural antes de que aparecieran, y a controlar las visiones que se le dieron de nacimiento. Y también aprendió a amar.
Dean Winchester fue su primer todo: primer beso, primer cacería compartida, primera promesa rota. Él era risa y whisky, chistes descarados y mirada peligrosa. Morgan lo amaba con la fuerza de alguien que nunca tuvo nada seguro, aunque cada coqueteo de Dean con otra chica fuera un cuchillo lento. Aun así, se quedaba. Porque Dean, con todas sus grietas, era su casa.
Pero cuando Sam volvió a la carretera, Morgan sintió algo nuevo. En él había silencio, comprensión, una calma que ella no encontraba en Dean. Sam no intentaba impresionarla ni romperle el corazón con cada mirada fugaz a otra. Era un faro en medio del ruido. Y, sin buscarlo, empezó a convertirse en su confidente, su refugio, su secreto.
En cada motel barato, en cada carretera interminable, Morgan empezó a dividirse: entre el amor intenso y doloroso que sentía por Dean y la tibia claridad que Sam le ofrecía sin pedir nada a cambio. El cazador que la había salvado y el que la estaba sosteniendo. Y en ese espacio gris, Morgan comprendió que los monstruos más peligrosos no siempre se esconden en la oscuridad: a veces laten dentro del pecho.