Pequeñas eternidades

Dicen que todo en la vida tiene su contrario. Que no hay luz sin oscuridad, ni amor sin pérdida.
Yo nunca creí en esas cosas... hasta que lo viví.
La Ley de la Polaridad dice que los opuestos no solo se enfrentan, sino que se necesitan para existir. Y quizás eso explica por qué Adam y yo éramos tan distintos, y aun así, tan imposiblemente uno del otro.
Durante mucho tiempo pensé que mi vida estaba dividida entre lo que tenía y lo que me faltaba.
Tenía un padre poderoso, una casa enorme, una vida que muchos envidiarían.
Pero también tenía silencios que dolían, ausencias que pesaban más que el aire. Mi madre dormía en un hospital, mi hermano pequeño soñaba sin saber si volvería a despertar, y yo... fingía estar bien, fingía brillar, fingía no romperme.
Y entonces llegó él.
El chico que parecía tenerlo todo bajo control, que hablaba poco pero miraba como si entendiera el mundo.
Y aunque éramos diferentes en todo -él, calma; yo, caos-, cada encuentro nos acercaba más al punto donde la línea entre el uno y el otro se desdibuja.
Aprendí que el amor también tiene sus extremos: pasión y miedo, certeza y duda, encuentro y pérdida.
Nos amamos en silencio y nos separamos en ruido.
Nos buscamos incluso cuando dijimos habernos perdido.
Porque la Ley de la Polaridad no miente: cuanto más duele algo, más profundo es su significado. Y cuanto más lejos parece estar alguien, más fuerte es el lazo que te une a él.
Hoy entiendo que sin mis sombras no habría aprendido a amar la luz.

y sin él... yo no habría descubierto quién era realmente.