El reloj marcó las 11:42 cuando Rora murió.
Un segundo antes, Ahyeon todavía creía que el amor podía desafiar al destino.
Pasó un año desde entonces.
Veintidós años de vida, cinco de amor, uno de duelo.
Y sin embargo, cada mañana, Ahyeon sigue hablando con una voz que ya no existe.
El mundo siguió girando, como si nada hubiera pasado.
Las estaciones cambiaron, las calles siguieron llenándose de gente,
y solo ella permaneció quieta, atrapada en el segundo en que el corazón de Rora se detuvo.
El amor, pensó, no debería doler así.
Pero dolía.
Dolía al respirar, al recordar, al despertar sola en una cama donde el eco del nombre de Rora todavía flotaba en el aire.
Aquel día, uno cualquiera, un hombre se acercó a su escritorio para preguntarle algo sobre su trabajo.
Su voz sonaba lejana, casi irreal.
Ahyeon respondió por costumbre, sin levantar demasiado la vista.
Y cuando el hombre se fue, solo quedó un silencio más pesado que antes...
y un reloj, olvidado sobre la madera, justo donde sus manos habían estado.
No pensó mucho.
Lo tomó con cuidado, salió a buscarlo,
pero no había nadie.
El pasillo, vacío.
El aire, quieto.
Como si nunca hubiese existido.
Lo guardó en el bolsillo, sin saber por qué.
Esa noche, mientras caminaba de regreso a su departamento, la ciudad parecía más fría que de costumbre.
Las luces se reflejaban en los charcos de lluvia, y sus pasos sonaban huecos, como si no pertenecieran a ese tiempo.
Fue entonces cuando miró el reloj con atención.
Una pantalla brillante, táctil, con la hora detenida.
Y una fecha que no correspondía.
Una fecha vieja. Muy vieja.
Seis años atrás.
El día exacto en que conoció a Rora.
Y Ahyeon, sin saberlo todavía, estaba a punto de volver a vivir su amor...
una y otra y otra vez.
Hasta comprender que incluso el amor más fuerte,
puede ser una maldición cuando desafía al destino.