Roma no se sostenía solo con ejércitos, leyes y emperadores.
En sus cimientos existía algo más antiguo y más peligroso: reliquias nacidas de los dioses, objetos capaces de cambiar el destino del Imperio.
Durante el reinado de Augusto, cuando Roma creía haber alcanzado su mayor gloria, las sombras se movían entre templos, foros y callejones. Emperadores ambiciosos, generales corruptos y mercenarios sin honor buscaban el poder divino para dominar sin límites.
Para impedirlo, existía una hermandad secreta: la Orden de los Justos. No respondían al Senado ni al emperador. Respondían solo a Roma y a la voluntad de los dioses. Su tarea era simple y cruel: eliminar amenazas y proteger las reliquias sagradas, aun si para ello debían derramar sangre romana.
Marco nació dentro de esa orden. No fue elegido por destino ni profecía, sino por disciplina, sacrificio y lealtad absoluta. Para él, Roma no era solo una ciudad; era una causa por la que valía la pena matar... y morir.
En un tiempo donde el poder se disfrazaba de justicia, Marco descubriría que incluso el emperador podía convertirse en enemigo.
Y que, a veces, para salvar a Roma, era necesario mancharla de sangre.