Desde que aprendió a pronunciar su propio apellido, Draco Malfoy ha sido comparado con los muertos que lo anteceden.
Regulus Nombre que arde en el tapiz familiar como cicatrices bordadas, como sombras que se esperan repetir. Pero Draco no quiere repetir. Quiere romper.
Esta es la historia de un niño que, entre cartas y baúles encantados, descubre que no basta con heredar. Hay que elegir. Hay que desafiar. Hay que construir.
Con la ayuda de los diarios secretos de Regulus -escondidos en áticos donde la historia susurra aún- Draco se prepara para su primer año en Hogwarts. El castillo lo espera, pero él lleva más que maletas: lleva una promesa, una causa, y un linaje doble que nunca pidió, pero que ha decidido portar con propósito.
Millicent, Theo, Blaise... incluso los que aún dudan, como Pansy o Crabbe, orbitan a su alrededor. No como aliados perfectos, sino como fragmentos de un hogar que se rehace palabra por palabra, gesto por gesto.
Porque Draco no es quien todos creían.
Es el niño que acaricia gatos con nombre de legado. El que borda constelaciones en túnicas silenciosas. El que recuerda a los caídos no para imitarlos... sino para terminar lo que nunca se dijo en voz alta.
Severus Snape tenía un talento especial para ahuyentar a la gente. Sarcástico, hosco y con una nube permanente sobre la cabeza, era prácticamente una advertencia con patas. Pero nada -ni su mirada asesina ni su silencio mortal- fue suficiente para espantar a Xenophilius Lovegood.
Lo conoció en el bosque, cuando él buscaba ingredientes para pociones y el otro... huía de unos gnomos roba-medias. Desde entonces, Severus no volvió a tener paz. Xenophilius lo seguía, le hablaba de criaturas inexistentes y, de algún modo, siempre conseguía hacerlo reír.
Nadie entendía cómo un Slytherin amargado y un Ravenclaw soñador terminaron siendo inseparables. Tal vez fue locura. Tal vez magia. O tal vez -solo tal vez-, el amor encontró su lugar entre una risa torpe y una poción mal hecha.