Los antiguos celtas no veían el tiempo como una línea recta, sino como un tejido infinito, un tapiz donde los hilos del pasado, del presente y del futuro se entrelazan una y otra vez.
El serbal crecía justo en esos cruces, no solo en caminos de tierra, sino en los senderos del destino.
Por eso lo llamaban el Serbal de los Cazadores, porque cazaba el eco de los días:
lo que fue, lo que es... y lo que aún espera ser.
Para los druidas, era un faro del alma.
Decían que quien dormía bajo su sombra podía soñar con lo que ha sido, con lo que respira hoy, y con lo que aún no ha nacido.
El serbal no solo protege: recuerda.
Graba los nombres de los que fuimos, de lo que somos y de lo que seremos, en el idioma secreto del fuego y la escarcha.
Luego los entrega al viento, para que regresen, transformados, con otros rostros, en otros tiempos.
Porque el tiempo, así como el bosque del serbal, no tiene principio ni final... Solo ciclos que se rozan, que se tocan y se confunden bajo la sombra eterna de su copa.
Todo lo perdido regresa,
todo lo amado despierta,
todo lo que eres... lo que fuiste,
y lo que serás,
volverá a ser...
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