
"Nada es para siempre." Solían repetírmelo cuando era niño, casi como un mantra que los adultos lanzaban al aire para justificar la fragilidad de todo lo que tocábamos. Recuerdo aquellas palabras pronunciadas con una calma que, vista desde hoy, era cruel. Me aconsejaban que disfrutara los recursos con los que contaba en ese momento -los juguetes, la comida caliente, las personas- porque eventualmente los perdería. Y lo decían con la naturalidad de quien señala que la noche llegará, inevitable, aunque todavía brille el sol. La base del cambio, radica en esa necesidad innata del ser humano por buscar y encontrar reemplazos. Todo lo que poseemos, tarde o temprano, deja de ser útil, satisfactorio... o suficiente. Y por más que uno se aferre, el cambio termina infiltrándose como el agua helada a través de un techo viejo. Puedes ser tan renuente como quieras, puedes mentirte y creer que basta con desear que algo permanezca, pero al final terminas cediendo. No porque quieras, sino porque debes. Porque la supervivencia -la real, la emocional y la física- siempre acaba siendo directamente proporcional a tu capacidad de adaptarte. A tu habilidad de soltar. El amor, ese refugio que prometen eterno, también se desgasta. Te adaptas a él, te vuelves parte de él... hasta que un día ya no encajas en la misma forma. Y entonces ocurre lo inevitable: eres reemplazado. O reemplazas tú. Y, casi siempre, terminas haciendo ambas cosas en algún punto. Es una danza cruel, silenciosa, una especie de acuerdo tácito del que nadie te habla cuando eres niño. Al final, comprenderlo duele. Pero duele más negarlo.All Rights Reserved
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