Rosas negras

Hace mucho tiempo, cuando el país estaba dividido en seis grandes imperios, nació una sombra que lo cubrió todo: un rey tan cruel que muchos decían que había vendido su alma al demonio. Su nombre bastaba para helar la sangre. Nadie se atrevía a mirarlo a los ojos, nadie se atrevía a cuestionar sus órdenes. En su reino, la esperanza era un lujo que hacía mucho había sido prohibido.
Por desgracia, un pequeño chico terminó atrapado en ese terrible lugar. No era un héroe ni un guerrero, solo un niño que quería vivir en paz. Sin embargo, día tras día fue sometido a tanta humillación, dolor y miedo, que algo dentro de él se fue quebrando. Su risa se apagó, sus sueños se deshicieron, y su corazón quedó hecho pedazos hasta olvidar cómo se sentía tener esperanza.
Y aun así, cada mañana ocurría algo que desafiaba la crueldad del reino.
Al abrir la puerta, siempre encontraba una flor. A veces marchita, a veces recién cortada, pero siempre ahí, esperándolo en silencio. Él sabía muy bien lo que significaba: un mensaje peligroso, un desafío a las reglas del rey, una chispa de ternura en medio del infierno. Entendía que, si alguien lo descubría, tanto él como la persona que dejaba la flor podrían ser castigados sin piedad.
Aun así, no podía evitarlo.
Con el tiempo, ese pequeño altar de flores se convirtió en su refugio. Cuando ya no le quedaban fuerzas para llorar, las miraba. Cuando sentía que se desmoronaba por dentro, las rozaba con la punta de los dedos, buscando en su delicadeza algo de lo que la vida le había arrebatado.
Porque, en el fondo, lo sabía:
"Tú eres el reflejo de mi alma", susurraba para sí mismo, como si se lo dijera a quien dejaba las flores... o quizá a la parte de su corazón que aún se negaba a morir.