Mi profesor de Psicología Clínica una vez dijo que, si aprendíamos a usar el conductismo, nuestras vidas serían más fáciles. Pero yo estaba en quinto semestre de universidad y, frente a mí, tenía a un joven señalado como criminal; ¿cómo aplicar el conductismo a alguien que, en mi mente de estudiante inexperto, parecía capaz de lastimarme en cualquier momento? Los copos de nieve que caían eran tibios comparados con la frialdad de sus ojos, una mirada que recorría el mundo como si buscara a un enemigo invisible. En ese momento me encogí y salí del cereso, esperando que atribuyera mi temblor al clima. Deseaba enormemente que olvidara siquiera mi nombre y mi rostro, así que, tontamente, me refugié en una interpretación moral del comportamiento humano que ni siquiera supe sostener.
Ahora, en el presente, vivo avergonzado. Cometí un error de principiante a la mitad de mi carrera. Si todo hubiese salido mal ese día, quizá ni siquiera estaría recordándolo. Cuando pienso en aquel invierno, el miedo me asfixia; si un copo de nieve cae frente a mí, me paralizo, y si veo su silueta, la culpa se adhiere a mis huesos. Ojalá hubiera conocido a tiempo lo que Watson advirtió; habría aprendido a no confiar ciegamente en la descripción del sujeto sobre sus comportamientos, porque siempre están cargados de moral. Pero fui prejuicioso y permití que un sesgo social decidiera por mí. La ignorancia, tan atrevida como silenciosa, me guió de la mano. Ya lo decía Immanuel Kant en uno de sus postulados: "los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos ciegan". Sí, yo fui ciego. Fui un estúpido cegado por la ignorancia y cometí un sesgo impropio de un profesional de la salud. Quizá para mí él había sido un criminal; sin embargo, yo fui quien lo condenó primero sin conocer su historia. Desde entonces, cada invierno me devuelve al mismo lugar, al frío que no toca la piel sino el alma, dejándola suspendida en un invierno propio