Alhena es un altar hecho con cenizas.
Un libro que respira como una mujer que amó demasiado y terminó ardiendo en su propia devoción. Aquí no hay flores frescas ni finales redentores: hay humo, hay labios rotos, hay un corazón que aprendió a latir entre ruinas.
Es la voz de una chica de esas que aman como si fueran a desaparecer mañana, que confunden ternura con destino, que creen en los hombres como otras creen en los milagros.
En estas páginas, Alhena abre su cuerpo como quien abre una iglesia abandonada:
con ecos, con polvo, con una belleza que no pide permiso.
Cuenta la historia de un amor que entró tibio y salió incendio, de un hombre que prometió hogar y terminó siendo tormenta.
El poemario es un viaje por sus contradicciones:
la niña que quería ser suficiente,
la mujer que se ofreció entera,
la llama que quedó temblando después.
Cada poema es una escena lenta, como una película en tonos dorados y azules;
una carretera vacía a las tres de la mañana,
un vestido satinado manchado de lágrimas,
una canción vieja sonando en un cuarto donde ya no queda nadie.
Aquí, el dolor es glamuroso pero real,
la nostalgia tiene perfume a vino tinto,
y la herida es una joya que brilla incluso cuando duele sostenerla.
Alhena no busca explicar la locura de amar,
sino mostrar cómo se siente cuando el amor te rompe y aun así te quedas mirando las llamas,
porque en lo más hondo estás hecha de ellas.
Este libro es un acto de resurrección.
El manifiesto íntimo de una mujer que perdió el nombre en un hombre, y que volvió a encontrarse en su propia voz.
Aquí comienza Alhena.
Aquí termina todo lo que la quemó.