Elías nunca sospechó que un empleo pudiera ajustar las costuras de su paciencia como si alguien, desde un rincón invisible, tensara los hilos solo para oírlo crujir. Aun así, acudía cada día con una disciplina casi ritual: aprendía rápido, absorbía instrucciones, se plegaba a la dinámica del lugar sin desentonar. Para la mayoría, era sencillo aceptarlo. Rowan, en cambio, tenía un talento meticuloso para torcerle el ritmo. No necesitaba gritar, ni humillar, ni demostrar nada; le bastaba un gesto apenas desplazado, una instrucción dicha dos segundos después de que fuese útil, un comentario disfrazado de precisión técnica que, al ejecutarlo, lo dejaba expuesto ante todos. Era un sabotaje silencioso, quirúrgico, calibrado para que nadie pudiera acusarlo con certeza. Nadie entendía por qué lo hacía. Nadie, excepto él mismo, que cargaba con una certeza tan incómoda como innegociable: su presencia le alteraba un territorio que llevaba años moldeando a su manera. No era miedo, tampoco celos; era una especie de alarma antigua que se le activaba cada vez que cruzaba una puerta, respondía una pregunta o abría la boca para ofrecer ayuda. Una alarma que prefería sofocar destruyendo la fuente antes que admitir su origen. Porque había una diferencia que ninguno decía en voz alta pero que definía todo: Uno pertenecía al lugar y el otro solo había sido permitido entrar.