Ludmila Beauregard nació en Buenos Aires, en una familia donde la belleza siempre fue tema de conversación... pero nunca suficiente. Quizás por eso su mirada suele llevar ese gesto de mal genio, como si nadie estuviera a la altura de sus expectativas. Hermosa, elegante sin esfuerzo y con una sinceridad que a veces lastima más de lo que ayuda, Ludmila aprendió muy joven que decir la verdad es más fácil que fingir.
Aun así, nunca se sintió parte de ningún mundo. Ni del de las influencers, ni del de los eventos exclusivos, ni del de las chicas perfectas. Le gustaba la moda, pero la admiraba desde lejos: un capricho que disfrutaba mirar, no necesariamente vivir.
Eso cambió el día que viajó a París por impulso. Iba a ver la Semana de la Moda, sacar fotos, caminar por las avenidas y volver. Nada más. Pero el destino -o el caos disfrazado de glamour- le cruzó a Meli Garat: una chica luminosa, conectada con todos, capaz de abrir puertas simplemente sonriendo. Meli vio en Ludmila algo que nadie había visto antes: potencial. Actitud. Ese "algo" que no se compra.
Y en cuestión de días, Ludmila ya no era solo una chica argentina de paso. Era Ludmila Beauregard, la argentina que empezaba a hacerse nombre en el backstage de París.
Así conoció a diseñadores, fotógrafos... y a ciertos músicos que pasaban por allá en plena gira: Gastón, Patricio y Guido, integrantes de Airbag. Ludmila, la de cara de pocos amigos, no esperaba que un tipo como Guido -todo desenfado, talento y sonrisa confiada- pudiera afectarla. Pero lo hizo. Demasiado.
Entre pasarelas, afters, fotos, peleas por tonterías y confesiones que escapaban sin permiso, Ludmila empezó a descubrir algo que jamás planeó vivir en París: una historia que no entraba en ningún lugar.