En el verano abrasador de 2006, Oliver Quick desciende a Saltburn no como un invitado, sino como el Dante adentrándose en los círculos de un Paraíso engañoso. Oliver es el Lucifer de Milton antes de la caída: un observador silencioso, consumido por la envidia, que mira desde las sombras el brillo de una corte celestial a la que no pertenece. Su objetivo no es solo habitar el cielo, sino destronar a sus dioses. Ante él se abren las puertas de la mansión, un Edén barroco donde el tiempo se derrite bajo el sol y la moralidad es un concepto de clase media, inexistente para los habitantes del Olimpo.
En el centro de este universo gira Félix Catton. Él es Apolo, el dios del sol; dorado, vital, cegador. Félix vive en un eterno mediodía, despreocupado, extendiendo sus alas de cera sin saber que el calor que emana es el mismo que terminará derritiéndolo. Su bondad es negligente; quema a quienes se acercan demasiado, pero él nunca siente el fuego. Oliver lo mira con hambre, deseando devorar esa luz, sabiendo que para poseer al sol, primero debe apagar las estrellas que orbitan a su alrededor.
Y orbitando a Félix, en una simbiosis casi amniótica, se encuentra Lysander St. Maur. Su belleza es un dolor religioso, una inocencia inmaculada que roza lo profano. Con su piel de alabastro, sus ojos violetas y sus rulos dorados, Lysander es San Sebastián antes de las flechas: un cuerpo esculpido para la adoración, atado al árbol genealógico de los Catton, esperando el martirio. Lysander es el Cordero de Dios (Agnus Dei) de Saltburn, el ser sin mancha que absorbe la belleza del mundo y rechaza su fealdad.