el halcon y el leon

La noche en que el destino decidió hablar, el viento del Bósforo llevaba olor a hierro y sal.

Suleiman, recién coronado sultán, cabalgaba lejos del palacio para silenciar el peso de la corona que aún le quemaba la frente. El Imperio se extendía ante él como una bestia obediente, pero su corazón -ese- seguía siendo territorio indómito. Fue entonces cuando escuchó los gritos.

Entre los árboles, varios hombres rodeaban a un joven que luchaba con fiereza desesperada. No pedía clemencia. No sabía rendirse. Había en su postura algo antiguo, orgulloso... peligrosamente familiar. Suleiman desenvainó la espada sin pensarlo, y bastaron unos instantes para que la violencia se dispersara como ceniza.

Cuando el muchacho alzó el rostro, el tiempo se quebró.

-¿Ibrahim...? -susurró, como si pronunciar ese nombre pudiera invocar fantasmas.

Los ojos que lo miraron de vuelta ya no eran los del niño arrancado del pasado, sino los de un hombre forjado por la pérdida y el exilio. Sin embargo, en ellos seguía ardiendo la misma llama. Ibrahim, hijo de un viejo amigo de su padre, príncipe oculto de una dinastía rusa condenada al silencio. El niño que el destino le había arrebatado veinte años atrás... ahora estaba de pie frente a él.

El aire se volvió espeso. Sus miradas se sostuvieron más de lo debido. En ese instante, ninguna corona existía, ningún linaje importaba. Solo dos corazones reconociéndose tras décadas de ausencia, latiendo con una fuerza que prometía tanto salvación como ruina.

Suleiman comprendió, con un estremecimiento, que el trono no lo había preparado para aquel encuentro. Porque hay guerras que no se ganan con ejércitos... y hay amores que nacen marcados por la tragedia.

El destino había devuelto a Ibrahim a su vida.

Y esta vez, no pensaba dejarlo ir, aunque el precio fuera el imperio entero.