A la hora exacta, en la madrugada, la soñé en un lugar imaginario donde las olas
se confunden con el brillo de la luna.
Era esa hora en la que el efecto, de las cervezas, creaba en mi cabeza caballitos
de mar, sirenas de plata, veleros blancos empujados por el viento. La hora de la
sentencia, el amargo trago del amor, me bebí la soledad en una barra de
nostalgia, en la barra de ese bar donde palpitan los sentimientos de seres
solitarios. Allí me la tomé de un trago y la sentí correr por mi garganta
quemando mi esófago y encendiendo una llama en la boca del estómago. Era la
novena cerveza o la décima porque a la novena siempre pierdo la cuenta y la
cabeza.
Ella, fría, calculadora, me atajó sin rodeos y me pidió que la dejara tranquila,
que le apetecía estar sola. Es así, orgullosa. Sentenció con el brillo de sus ojos y
en sus labios corrían los deseos y los prejuicios. Y fueron los cristales de su boca
los que nos separaron una vez más.
Era la hora exacta, la del tiempo detenido, la del silencio amargo, la del reloj de
arena en la playa de su vientre, en las crestas de sus pechos.
En la cerveza número once o doce, quizá en la primera perdí de nuevo en el
amor, gané en el olvido y me retiré a dormitar en los espejos moribundos de las
calles vacías. Caminé toda la noche hasta que el alba me sorprendió un día más,
embriagado de amargos tragos, dando tumbos, observado por las ventanas
cerradas del amor, del calor interno, del sueño perdido.
La luz del sol me estalló en los ojos que se llenaron de lagrimas muertas, de
llanto olvidado en el camino. Regué las calles empedradas de esa ciudad soñada
con una larga meada de cervezas y de noches rotas. La forja de las rejas me
hablaba de encierros, de cárceles.