El frío anochecer de los espejos

Santiago Cruz entró esa mañana en comisaría a la media hora de haber recibido la llamada del forense. Saludó con un tibio movimiento de manos a los guardias de la entrada y subió de dos en dos los escalones hasta la tercera planta donde se encontraba el grupo de homicidios. Tenía prisa por entrar en la rutina de un nuevo caso; siempre le pasaba lo mismo: se sentía excitado, una picazón extraña por alisar una montaña de interrogantes manchadas de sangre y mentiras y que el paso del tiempo no borró.

Dada su implicación y su elevado sentido de la profesionalidad, Cruz solía escudriñar con celo las entrañas de cada historia y desmenuzar, página por página, todos los detalles, algunos imperceptibles a ojos de la gente corriente, pero no para él, un lobo estepario criado a tiros y a mordisco limpio. Él se metía muy dentro de cada caso, olía una gota de sangre, su trágico dulzor, buscaba los pormenores que llevaron a esa persona, la víctima, a estampar su sombra contra las tinieblas. Santiago llegaba al escenario del crimen y todo era caos, borbotones de lamentos, gritos y un pesado baúl de preguntas sin una sola respuesta. Llegaba como un cirujano a una sala de operaciones, miraba el escenario de la desolación y comenzaba a trepar por aquella escarpada pared de dudas, miedo y sangre. Era de los mejores elementos de la brigada, reconocían entre dientes los compañeros.

Pero este caso no era otro más. Este le llevaría por las tortuosas calles de Medellín, la luz de Buenos Aires, las calles de Barcelona y los entresijos de la noche madrileña siempre acechante y despiadada.