“Era un domingo, llegaba después de tres días comiéndose el mundo.” Sonó en mi Iphone. Apagué la alarma, y me incorporé en la cama. Había llegado a casa la noche anterior, después de pasar los siete mejores días de mi vida. Reí, lloré, grité, bailé, conocí a personas que nunca olvidaría. Y entre esas personas, se encontraba él. Días antes, conocí a un chico. Llevaba el pelo hacia arriba, oscuro. Era moreno de piel, y tenía unos ojos marrones preciosos. También cabe mencionar su sonrisa. ¡Por dios, era ese tipo de sonrisa que solo ves cuatro o cinco veces en toda tu vida! Qué decir de su personalidad. Desde el primer segundo, me hizo reír. Pasábamos los días enteros juntos, se convirtió en una de las personas más importantes para mí. Era todo lo que buscaba, pero éramos simplemente amigos, y lo prefería así. El día de la despedida, fue uno de los peores momentos que he pasado. Tenía los ojos hinchados de llorar, probablemente no le volvería a ver. Entre setenta personas, lo encontré en la estación cuando todos estábamos preparados para seguir nuestro camino. Y nos miramos. Fue el tipo de mirada que no podría definir. Y corrimos, el uno hacia el otro, y nos dimos un abrazo, de esos que no terminan. Y os preguntaréis, ¿por qué tanto drama? Y la respuesta es sencilla. Vivimos a 465 kilómetros el uno del otro. Había pocas posibilidades de que nos volviéramos a ver. O eso creía.
Donde el corredor argentino, conocido por su facilidad para chamuyar, cae ante una chica Ferrari
Donde Julieta, sin querer, cae ante el argentino chamuyero