Y allí estaba ella, tan esplendida, tan radiante que no necesitaba del sol pues brillaba con luz propia, tan agraciada que cada uno de sus movimientos deberían ser considerados obras de arte, Alex era la mismísima personificación de Afrodita, tan exageradamente hermosa que conduciría a la locura hasta al hombre más cuerdo, tan perfecta que parecía irreal… Y tan lejos del alcance de Andrew.
Y luego estaba él, una pequeña e insignificante mancha al lado de su majestuoso brillo, tan invisible que vagaba como un fantasma en los concurridos pasillos de la escuela sin obtener la atención de ninguna mirada, tan mediocre, tan pesimista, tan anodino, tan opuesto al esplendor de Alex.