Te descubrí un día cualquiera. Leías, con mucho interés, un libro de tapas rojas. Parecías tan concentrada, que ni te percataste de que yo te miraba. Una hora sin separar mis ojos de tus labios, tu nariz, tus ojos, tu cara. Una hora en la que pude haberme acercado, haberte conocido, haberte conquistado. Pero me quedé parada, petrificada por tu inmensurable belleza, imaginando nuestra primera cita, nuestra primera conversación. En mi mente eras toda una diosa, una eminencia de la hermosura, pero, también, una exquisita compañía, una brisa fresca en una sociedad viciada.
Yo no sería mucho ante ti, ni tan siquiera podría imaginar cómo llenar tus ansias de conocimiento, como abstraerte de la literatura con un sutil, pero efectivo, juego de palabras. Quizá esperabas a alguien, pero ¿quién podría retrasarse durante tanto tiempo cuando había quedado con una mujer tan fascinante?
¿Qué ocurre cuando te enamoras de la persona de la que no pensabas enamorarte?, o peor que ocurre si es la novia de tu "mejor amigo", eso era lo que mi mente pensaba hasta ese día, aquel día que me comenzó a desesperar aquel sentimiento que seguramente no quería sentir y mucho menos por ella.