No podía ser cualquier buñuelo. Tenía que ser el que hace mi madre. Claro, la receta era sencilla, un poco de agua, un poco de sal, algo de azúcar y, obviamente, harina con una pizca, es más, apenas una brisa de polvo de hornear, que ella agregaba mientras pensaba que nadie la mirada. Me pedía que le pase un vaso, una cuchara, cualquier cosa para distraerme y, apenas yo volvía la mirada, quedaba hecho. Un acto de prestidigitación, un pase de mano veloz, toque de magia disfrazado detrás de un movimiento banal. Tomó años descubrir, sin embargo, que el secreto no era el polvo de hornear. Anís. El secreto era el anís. O tal vez era el jardín donde mi madre lo cultivaba. O, tal vez, (a mi mente siempre le gusta explorar relaciones invisibles), era la tierra donde crecían sus plantas, la cercanía del tomillo con la albahaca que inhalaba los humos de la menta griega que crecía al pie de aquellas rosas blancas que le había regalado mi abuela el día que nos mudamos a casa. Tal vez algo tenía que ver el polen de aquel abejorro que anidaba en una rama seca del árbol de ciruelo, aquel que derramaba al visitar las flores que se sucedían, una tras otra, en aquel pequeño retazo de aire, luz y hojas que mi madre dejaba crecer a su libre antojo y voluntad, apenas quitando una hierba de aquí (pero nunca los dientes de león. Mi madre amaba los dientes de león), amarrando un tallo allá. Quizá era el agua. Es posible. Recuerdo que el agua que bebíamos en ese entonces era mucho más dulce. Hoy, sabe a hierro, ya no a montaña, ya no a nieve. Sin embargo, a pesar de todas las posibles configuraciones que mi cabeza pueda elucubrar incluso en los momentos más quitos de la noche, nada me quita la idea de que era el anís.All Rights Reserved
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