Kiko apenas pasa de los veinte años y ya es un don nadie sin futuro ni porvenir, algo que se debe en parte al borracho de su padre y al cafre de su hermano Mikel. Siempre que este último sale de la cárcel el mundo entero tiembla ante su sonrisa depredadora y sus ganas de catástrofes, pero el que verdaderamente sufre las consecuencias de esas tempestades es su hermano pequeño, que renunció hace mucho a la idea de ser alguien y sobrevive como puede gracias a la comida que otros no quieren y a los trapicheos varios. El regreso de Mikel augura desgracias con olor a marihuana y noches con sabor a sangre y cocaína, que Kiko retratará mediante instantáneas hechas con una Polaroid medio rota que se encuentra durante una salida loca. Así, irá congelando en el tiempo un submundo de perros rabiosos que no dudan en morder cuando huelen carne extraña y que si atacan, desde luego, lo hacen para matar.