“Desde aquel momento dejé de ser una niña que solo sentía un vacío para alguien con un objetivo. Vi que convertirse en una Geisha era ser algo más importante y tener un lugar en el mundo.”
Imagínate que tú y yo estuviéramos sentados en una apacible estancia
con vistas a un jardín, tomando té y charlando sobre unas cosas
que pasaron hace mucho, mucho tiempo, y yo te dijera: «El día que conocí
a fulano de tal... fue el mejor día de mi vida y también el peor». Supongo
que dejarías la taza sobre la mesa y dirías: «¿En qué quedamos?
¿Fue el mejor o el peor?». Tratándose de otra situación, me habría reído
de mis palabras y te habría dado la razón. Pero la verdad es que el día
que conocí al señor Tanaka Ichiro fue de verdad el mejor y el peor día de
mi vida. Me fascinó, incluso el olor a pescado de sus manos me pareció
un perfume. De no haberlo conocido, nunca hubiera sido geisha.
No nací ni me eduqué para ser una de las famosas geishas de
Kioto. Ni siquiera nací en Kioto. Soy hija de un pescador de Yoroido, un
pueblecito de la costa del Mar de Japón. En toda mi vida, no habré hablado
de Yoroido, ni tampoco de la casa en la que pasé mi infancia o de
mis padres o de mi hermana mayor, ni desde luego de cómo me hice
geisha o de cómo te sientes siéndolo, con más de media docena de personas.
La mayoría de la gente prefiere seguir imaginándose que mi madre y
mi abuela fueron también geishas y que yo empecé a prepararme para
serlo en cuanto me destetaron, y otras fantasías por el estilo. En realidad,
un día, hace muchos años, le estaba sirviendo sake a un hombre que
mencionó de pasada que había estado en Yoroido la semana anterior.
Me sentí como se debe de sentir un pájaro al encontrarse al otro lado del
océano con una criatura que conoce su nido. Me quedé tan sorprendida
que no pude contenerme y le dije:
—¡Yoroido! De ahí soy yo.