Objetos Sociales

Cuando Erin Deligiannis leía el folleto sobre suicidas potenciales, recordaba a su hija de siete años y se preguntaba por qué la sección de los síntomas suicidas estaría asociada a una persona tan pequeña.
No se supone que las niñas piensen en nada que traspase la línea rosa que colorea sus mejillas y divaga en sus sueños, ¿verdad? El problema es que la hija de Erin nunca fue una niña sobre la que se pudiera sostener suposiciones, ni siquiera cuando sus enormes ojos solían parecer llevar dentro el océano más claro y pacífico, y estar destinados a aliviar con una sola mirada la sequía eterna de la vida de su madre.
Tenía siete años y, una noche, había despertado para ser arrastrada a una pesadilla de la que no podría salir nunca más. Con el tiempo, su sonrisa sólo podía verse en fotos, su temperamento hacía temblar las paredes y sus ojos reflejaban un océano oscurecido por una tormenta descomunal que sacudía las aguas y te obligaba a ahogarte.
La lista de tendencias suicidas que figuraba en el folleto era capaz de abarcar por completo a la pequeña, excepto por la parte en la que hablaba sobre adicciones. Ya nadie podía usar la palabra “ángel” para describirla, cualquiera con un buen par de ojos sabría que esa niña no era más que una suicida en potencia. Erin lo sabía, pero de los motivos sólo tenía una leve sospecha, como una corazonada que latía en sus sienes y no la dejaba respirar. La mujer suponía que si descubría qué era lo que había cambiado tan bruscamente a su pequeña, encontraría la forma de arreglarla.
Qué ingenua fue.
Mientras Erin era sostenida por su fe, la pequeña se moría de ganas de quemarle la Biblia.

¿En qué se convertirá? Era la segunda pregunta que se hacía.