lograr que te tuvieran más pena que envidia. No volviste a levantar cabeza. Pero tampoco volviste a estar sola: los hombros de todos los triunfadores a los que aguardan a que llores en ellos tu fracaso. De repente la costumbre de vivir nos resultó dolorosa. Con el vértigo en las venas intuimos el absurdo de nuestra finitud y de la mecánica (dormir, comer, trabajar dormir, comer, trabajar, morir cada día). Comprendimos que jugar a ignorar el tiempo apenas logra silenciar un rato los labios de la herida abierta que supone seguir vivos.