La humanidad anhela el cielo, pero no todos nacen para alcanzarlo. Para merecerlo, debes renacer una y otra vez, acumulando perfección en un ciclo interminable. No siempre naces humano, no siempre eres alguien normal, ni siempre deseas el cielo. A veces, lo que llevas dentro es oscuridad, un eco de vidas pasadas llenas de errores, sufrimiento y maldad.
Esa maldad no desaparece. Crece, se retuerce, se alimenta de tus fracasos y frustraciones, de un sistema que exige perfección mientras te niega las herramientas para alcanzarla. Se acumula dentro de ti, y un día, el recipiente que la contiene... explota.
Ese recipiente eres tú. Tu carne, tu mente, tu espíritu. Todo lo que has sido en todas tus vidas se convierte en un campo fértil para esa energía corrosiva. Cuando ocurre la explosión, no es solo liberación, es transformación. Te conviertes en algo irreconocible, algo que no aspira al cielo ni teme al infierno.
Eres el producto de siglos de frustración, de ciclos de fracaso. Eres el monstruo que el cielo teme y que el infierno codicia. No perteneces a la luz ni a la oscuridad. Tu lugar está en el caos, en el abismo que se abre cuando todo lo que eras queda libre, un ser nacido del rechazo de ambos extremos.
Y entonces entiendes: el cielo nunca fue para ti. Nunca lo será. Tu destino no es redención ni condena. Es la destrucción, la liberación definitiva. El universo es tu campo, y tú, su tormenta desatada.