Mi nombre es Sara y tengo 17 años: pelo largo, morena, metro sesenta y ojos marrones. La verdad no me considero una chica nada fácil. Mis padres murieron en un accidente de moto hace un par de meses y me tuve que mudar a casa de mi abuela, junto con mi hermano, que se volvió adicto a las drogas tras la terrible pérdida. Yo, mientras tanto, me pasaba las noches en vela, llorando mientras escuchaba las barbaridades que mi hermano decía a mis abuelos bajo el efecto de la cocaína. Cuando parecía que nada podía ir peor, llega septiembre. De niña solía gustarme ya que septiembre significaba volver a ver a los amigos del colegio, a jugar con ellos, abrazarlos después de tres meses de verano... Pero esta vez no era así. Comenzaba segundo de bachillerato en un instituto nuevo. Esto quería decir que habría que hacer amigos nuevos, lo que no es especialmente una de mis virtudes. Poco a poco fui conociendo a gente, chicos y chicas encantadores. Conocí a la que pronto se convertiría en mi mejor amiga, a mi alma gemela Laura, y al chico por el que acabaría entregando mi vida.