Contaba mis respiraciones. Eran solo eso, respiraciones, un ulular de aire palpitante. Pero yo las contaba. Me detuve, sudorosa, junto a la superficie de la mesa, sintiendo la falda arrugarse entre mis rodillas. Pensé un instante en lo que hacía, en lo que pensaba, en ti... Y sentí cómo me golpeaban la nuca, unas garras frías que me empujaban. No me doblé de dolor en el suelo al sentir los golpes, las palabras punzantes de mis pensamientos. Sino al recordarte. ¿Fuiste humano alguna vez? ¿Recordarás todo lo que hicimos? ¿Los susurros al oído en noches heladas? ¿Las caricias de las palabras a voz de grito? ¿Las manos de azúcar y lo ojos de sal? ¿Pensarás alguna vez en los versos que me enseñaste a entender? ¿En el lápiz de ojos azul? ¿En las canciones que aprendimos a escuchar? Caímos juntos en un torbellino sin fondo. Dábamos vueltas y seguíamos cayendo. Pero tú viste la oportunidad, te aferraste a la cuerda, seguiste dando vueltas en el interior del remolino, y yo no me di cuenta de que ibas en dirección contraria a mí. Podría haberme sujetado a la cuerda, junto a ti. Podría haberme agarrado a tus hombros, guiada por los versos que me ayudaste a entender; convencida de que el lápiz de ojos azul trazaría nuestro camino, mi camino, y que entorpecería nuestras miradas. Pero seguí cayendo en el torbellino, dando vueltas; sin saber que tú eras la única cuerda a la que podía aferrarme. Sin saber que ya te habías ido y, que después de todo, yo seguía en el torbellino.