Los invitados se habían retirado hacía rato. El reloj dio las doce y media. En el salón sólo quedaron el dueño de la casa, Serguéi Nikoláievich y Vladímir Petróvich. El dueño llamó con la campanilla y ordenó que se llevaran los restos de la cena. -Pues, como habíamos acordado -pronunció, después de acomodarse en el sillón y encendiendo un cigarro-, cada uno de nosotros se ha comprometido a contar la historia de su primer amor.