La noche era un manto oscuro que explotaba en millones de estrellas, logrando un resplandor tan diáfano que nada tenía que envidiarle a la ausente y nívea luna. Las oscuras siluetas de los árboles permanecían inmóviles como esculpidas en un muro de cristal, ni la más tenue brisa se atrevía a importunar su melancólico descanso.