Éramos niños pequeños cuando Paulo me miró a los ojos, nos tomamos de la mano y prometimos que nos casaríamos a los veinticinco años. A medida que fui creciendo, entendí cuán absurdo sonaba aquello. Quizás al cumplir los veinticinco cada uno tenga su pareja, probablemente no sintamos el mismo amor que cuando éramos pequeños, tal vez la vida nos sorprenda viviendo en distintos continentes, o nuestras ideologías políticas nos conviertan en enemigos. Pero por mucho que intente olvidarla, es una promesa.