Albert Petersen es, quizás, uno de los corsarios más temidos en alta mar. La fama y la crueldad de sus hombres eran irrefutables, y ningún marino se atrevía a desafiarlos. Petersen y su tripulación aspiraban grandes tesoros, los cuales obtenían sin muchos problemas; ellos quitaban de su camino a cualquiera que tuviera la osadía de interferir en sus planes. Nadie era capaz de hacerles frente. Pero a diferencia de sus compañeros de faena, Petersen no sólo se interesaba en lo que obtenía de sus acostumbrados saqueos, sino en otras reliquias, que además de ser invaluables, ocultaran terribles secretos.
Lo poco que sabía Petersen de su madre, es que era una supuesta bruja y lo había abandonado a su suerte; por eso, tal vez, él tuviera un significante interés por lo sobrenatural. Sin embargo, en sus treinta años de existencia, jamás, alguna de aquellas leyendas que se contaban sobre el mar y sus enigmas tuvo mayor importancia para el joven capitán. Siempre había conservado sus dudas, pero todo lo que terminaba descubriendo sobre cuanta leyenda le contaban, terminaba siendo mentira, todo producto de las mentes supersticiosas de marineros borrachos y de gente ignorante.
Pero no todo lo que se contaba eran simples habladurías que surgían en las sucias tabernas. Habían cosas que los hombres del mar temían y al nombrarlas, se les erizaba la piel. Entre esos rumores estaba uno que interesó a Petersen más que otros. Era una vieja leyenda sobre una isla maldita y que según decían, en su interior se encontraba un castillo que guardaba el tesoro de un viejo alquimista, quien había muerto en ese mismo lugar. Pero la historia no terminaba ahí, se rumoraba que la isla era habitada por una hechicera, a quienes temían más que al mismísimo Kraken.
¿Sería cierto todo aquello que esos viejos borrachos contaban? Tenía que averiguarlo.