Cuando Jazmín despertó, una intensa luz rompía el cristal de la ventana en diminutas partículas que luego iban a parar al suelo y se evaporaban antes de tocarlo. Se irguió en la cama y un pegajoso olor a alcohol le recordó lo sucedido: el incendio que había arrasado con todo lo que tenía y la llegada del bombero que la tomó en brazos y la llevó en andas a través de las llamas. En su cabeza las imágenes se iban sucediendo con aleatoriedad, y, a medida que avanzaban, una sensación de agotamiento y desesperanza se iba apoderando más y más de ella. Llevaba días en cama y nadie había venido a visitarla. Esa tarde entró una joven de mirada luminosa. -Hola, me llamo Clara. ¿Cómo estás? -No sé quién eres. -No, disculpa. Vengo de parte de Índigo. ¿Era posible que la memoria no fuera capaz de recordar un nombre tan extravagante? Lo intentó. No había caso. Le respondió que no conocía a nadie con ese nombre. Clara le dijo. -Sí, tienes que recordarlo. Era amigo tuyo en la infancia.