Versa una perdida leyenda que, en los principios de la humanidad, los seres humanos se dividieron en dos grandes naciones. Por un lado, los hijos del sol y, por otro los de la luna. Estas dos grandes grupos se dividieron a su vez en dos pueblos cada uno: sobre los polos, los lugares más extremos de la Tierra, habitaron (las dos comunidades de) los hijos de la luna y es por ello que sus días duran menos que la noche. En el territorio restante, muy divididos, vivían las dos comunidades descendientes del Sol. Estos se ubicaron en el punto medio del planeta -sobre lo que hoy llamamos la línea ecuatorial- y la presencia del Sol era tan constante Que de noche casi ni oscurecía. Los hijos de la luna al ver que sus tierras eran muchos más fértiles empezaron atacar. Pero los hijos del sol tenían una fe pacifista. A los selenitas no les importó, pues siguieron atacando hasta que de las dos naciones del sol solo quedo una. Todos los dioses escogieron un bando. Y la guerra librada en la tierra, se repitió en el reino de los inmortales. El Dios de la Luna y el Dios del Sol se reconocieron como enemigos. Y entre tantas peleas no advirtieron algo tan importante Como el amor de sus hijos. Una joven de tés muy blanca y un pelo brillante como cristal, hija de la Luna Se enamoró de un joven de dorados cabellos y de una corporeidad tal que cualquier gladiador se sentiría pequeño. Él descendía del Sol. Su amor fue tan fuerte que Como resultado inevitable de un amor y una pasión inmensa, la joven quedo embarazada. Cuando el dios lunar supo que su propio nieto seria, a la vez, descendiente del Sol lo privó de las facultades divinas, convirtiéndolo en mortal eterno, su alma vagaría en sucesivas reencarnaciones condenada para siempre a los tormentos terrenales.