Cuando era niña mi padre solía contarme historias de monstruos que se alimentaban de nuestro ser. Maleficos, con una sonrisa tan blanca como la nieve y un par de ojos que reflejaban al mismo demonio se apoderaban del alma humana succionando sin piedad su fuente de vida. Hace mucho que deje de escuchar eso, demasiado debo decir. Durante estos últimos años nada ha sido igual a aquellos momentos, en ningún aspecto sin embargo, he descubierto que no todo en este mundo es mentira. Los humanos no siempre son buenos, las leyendas no siempre son ficción.