Abel llevaba una noche de locos para ser jueves. El bar había permanecido abarrotado desde las diez y media y hasta se vio obligado a echar de allí a los presentes que se resistían a abandonar el local a pesar de que incluso habían apagado el equipo de música a modo de indirecta. -Al fin... -Suspiró el joven al mismo tiempo que se llevaba una mano a las cientas de trenzas diminutas que tenía recogidas en una coleta baja, ya que eran lo suficientemente cortas como para que no le permitiera recogerlas más arriba, como a él le hubiese gustado. Abandonó el local por la puerta de atrás con una bolsa enorme de basura color negro en una mano y se acercó a los contenedores que quedaban justo en frente de donde había salido, al final del callejón, donde olía a orina rancia y a vómito caduco. Abel arrojó la bolsa de basura al interior del contenedor y entonces escuchó una tos suave, como la del que no tiene más remedio que emitirla, pero no quiere, y acompañando a esa tos un siseo, entonces pudo percibir que venía del lateral derecho del contenedor, justo entre la pared y el apestoso y enorme cubo. La curiosidad mató a Abel y no pudo evitar asomar la cabeza por el hueco, donde provenían los quejidos. -Oh, mierda...