Eumelia era una de las dríadas más hermosas, su canto en medio del bosque era tan suave que se aullaba junto con el sonido de el agua de los arrollos corriendo y los pájaros graznando. En primavera, junto con el brote de las primeras flores en el boscaje sus ojos se volvían lilas, su cabello rosado se alargaba hasta rozar sus caderas y el rojo rubor en sus mejillas, ingrávido pero hermoso, la hacían destacar de entre las otras dríadas. En la última noche de primavera, aquél cabello de rosas se caía y se esfumaba antes de tocar el suelo mientras ella dormía, al amanecer su tez era morena, sus iris marrones y oscuros, y su cabello dorado y brillante, como si el sol del amanecer lo hubiera teñido. En el otoño, las rojizas hojas que caían a su alrededor por la mañana se volvían imperceptibles atascándose en sus rizos bermejos e incontrolables, sus ojos resaltaban por su verdor, su piel se volvía rosada y los lunares tomaban gran parte de su cuerpo y su rostro cubierto de pecas. Pero en el invierno, que era la estación que más le gustaba, quizás por el blanco argentado de sus cortas ondas o por lo rojos que se veían sus labios contrastando con su blanquecina piel, fue la estación en la que perdió todo lo que tenía, excepto a Alcaedus.