Ramón Enciso miraba su nueva furgoneta parado ante su taller. Estaba emocionado porque llevaba tiempo esperando poder cambiar su vieja Ford Transit por aquella maravilla. Puso la Transit en la calle para dejar sitio a la nueva adquisición en la lonja donde trabajaba. Y así fue como durante muchos días dejó de mirar a una y se dedicó a recordar.
Tenía cariño a aquella vieja gloria, había sido su mejor ayudante durante unos años, ahora tendría que deshacerse de ella porque, por muchos arreglos que se le hiciera, no servía para gran cosa. Llamó al desguace. Tendría que llevarla él, puesto que aún se movía, si no, vendrían a buscarla en cuanto pudieran.
Esteban Rubiales había tenido mala suerte, un poco porque la vida lo había empujado y otro poco porque él no había sabido frenarla. Por una razón u otra había acabado en la calle y solo. Nunca se había casado, el no quería estropear la vida de una mujer y mucho menos de unos niños que fueran sus hijos. La calle era una puta muy traidora, te va desgastando poco a poco y sin darte cuenta. Primero crees que será temporal pero, a medida que pasa el tiempo estás atrapado en un bucle sin salida. Esteban Rubiales dormía y casi vivía bajo la cornisa a la entrada de un edificio medio en ruinas que fue escuela en su tiempo y ahora esperaba ser derribado cuando pasara la crisis. Algunos días no podía con su vida, la desesperación se apropiaba de su espíritu y no le dejaba moverse, entonces se quedaba allí quieto mirando al frente, sin apenas poder pensar. Así fue como se fijó en el pequeño Taller en la acera de enfrente y también conoció a Ramón Enciso. Solo se miraban uno a otro, el primero pensaba que suerte la de aquel hombre que tenía un lugar donde ganarse la vida y donde vivir. El segundo se preguntaba qué le habría sucedido a aquel tipo para verse así.
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